En la cafetería Shiru, próxima a la Universidad de Brown en Rhode Island, los estudiantes pueden conseguir café gratis si entregan sus datos personales. La bebida corre de cuenta de empresas que buscan por este medio reclutar talento. A cambio de una consumición gratuita se entrega lo mismo que normalmente se regala en redes sociales, apps o buscadores de internet, pero en este caso por la legítima expectativa de conseguir un buen trabajo. Algunos anuncian que vivimos en la era del “dataismo”. Compras, búsquedas, conversaciones, mensajes, desplazamientos, ubicaciones, historiales, incluso lecturas biométricas, definen un nuevo orden global, hasta tal punto que nada menos que Tim Cook, el famoso CEO de Apple, en una charla reciente denunció que la tecnología moderna ha llevado a la creación de un “complejo industrial del dato en el que nuestra información privada y cotidiana está siendo convertida en una arma contra nosotros mismos con eficiencia militar”. Añadiendo que esto no sólo afecta a los individuos, sino también a la sociedad en su conjunto.
Además alertó de que nos enfrentamos a una crisis real, en absoluto “imaginada, exagerada o disparatada”. “Las plataformas y algoritmos que prometían mejorar nuestras vidas pueden realmente aumentar nuestras peores tendencias humanas”, y “actores pícaros e incluso gobiernos, gracias a la confianza de los usuarios, han tomado ventaja para profundizar en las divisiones, incitar a la violencia e incluso minar nuestro sentido común en lo que se refiere a lo verdadero y lo falso”. Ante una selecta audiencia a puerta cerrada en Bruselas, Cook acaba de señalar la conveniencia de que Estados Unidos y el resto del mundo siga la estrategia regulatoria de la Unión Europea en materia de protección de datos, e identifica los cuatro derechos fundamentales a proteger: el derecho que ampare un acceso mínimo a datos personales ajenos, el derecho de los usuarios a conocer qué datos suyos se recolectan, su derecho de acceso a esos datos, y finalmente el derecho a que estos sean guardados de manera segura.
Al presidente Obama, en su segundo mandato, le proporcionaron un teléfono móvil modificado que permitía recibir correos electrónicos pero no contestarlos, no dejaba hacer llamadas, y además no disponía de cámara o micrófono, para evitar que los adversarios pudieran acceder a su actividad, y de paso eludir la ley en materia de almacenamiento de comunicaciones oficiales. El New York Times ha publicado que Donald Trump usa tres teléfonos móviles, dos oficiales y un tercero para uso personal…, que son totalmente accesibles para sus adversarios. Según este prestigioso diario, los dos iPhone de uso institucional han sido modificados y bloqueados por expertos gubernamentales para prevenir escuchas ilegales, pero sus teléfonos sólo son seguros dentro del perímetro de la Casa Blanca, porque cuando el presidente sale del edificio y sus dispositivos se conectan a las redes de comunicaciones telefónicas que se extienden por todo el país resultan vulnerables. Incluso se han planteado cambiarlos cada mes para impedir posibles malwares que se puedan instalar por cualquier medio de los habituales, pero lo han descartado por el enorme riesgo de transportar los datos de un teléfono a otro sin ser víctima de una intrusión que aproveche esa transferencia de información.
Si el hombre más poderoso del mundo tiene estos problemas, es fácil imaginar qué puede ocurrir al resto de los mortales. Si un dato personal se puede conseguir fácilmente gracias al acceso a un simple teléfono móvil, en el caso del presidente puede tener algún valor o representar algún riesgo geoestratégico, pero para la humanidad se convierte en un bien tan monetizable en mercados especializados absolutamente opacos y desregulados, como peligroso en términos de vulnerabilidad personal. Un asunto este de los datos que tiene al menos dos vertientes, por un lado los problemas que señala con acierto Cook y que él propone enfocar, como ha hecho la Unión Europea, como derechos regulados y protegidos por los poderes públicos tradicionales, pero por otro tienen una dimensión de seductora y liviana moneda de cambio para la vida cotidiana, como en ese café de universitarios sedientos y desempleados.
En el mundo de las relaciones tecnológicas interpersonales abundan los procesos que anuncian una cosa pero que en realidad persiguen otra, normalmente encandilando con una gratuidad que oculta un tráfico económico organizado sobre consentimientos tan rutinarios como inevitables. Un sofisticado camuflaje generalizado para mercadear con la información personal, como una moderna commodity que permite a su propietario venderla aunque no la use, porque en realidad no pertenece a quien la genera, sino a quien la consigue, combina, contextualiza y vende a terceros, sin que su fuente original tenga una conciencia cabal de su aprovechamiento comercial. Un problema desbordante cuando lo relacionamos con la proliferación de procesos informáticos a la mano de cualquiera con avieso interés, incluso con limitados conocimientos técnicos. La reciente regulación europea, que Cook pone como modelo universal, parece palidecer ante problemas como el provocado por el partido de extrema derecha, Alternativa para Alemania (AfD), que ha creado una web para que los niños denuncien online a los maestros que critiquen a este partido o sus impresentables proclamas.
Mientras la web siga abierta es difícil evitar que los niños accedan a ella, y por tanto sus promotores pueden captar sus datos, incluso de sus familias, para un siniestro reclutamiento, a la vez que se les facilita acosar públicamente a maestros. El Financial Times informa de una madre que ha denunciado en esta web al profesor de su hijo porque ha comprado ¡una cerveza extranjera! Esta polémica ha removido en este país recuerdos del tercer Reich o la Stasi, pero sobre todo tiene la enorme virtud de advertirnos de la extraordinaria facilidad para la maldad, la intrusión, la manipulación, la mercantilización, resultantes del sencillo acceso, almacenamiento y uso de datos personales ajenos, que hoy permite la tecnología incluso a la vista de todos. Puede ocurrir en una web de extremistas, por fake news, perfiles falsos, phising, troles, hackers, bullying online, o en algo tan aparentemente inocente como un algoritmo diseñado para otra actividad, un genérico consentimiento contractual online, un bar de Providence, bots en redes sociales, una simple cookie, un like, una wifi pública, una búsqueda, la captura de una foto, un trayecto, una conversación o un correo electrónico, todo parece reducirse a lo asequible y rentable que hoy resulta entrar subrepticia y remotamente en la vida de las personas, incluso la del inquilino temporal de la Casa Blanca; algo mucho más sencillo que conseguir un café gratis en un local como los de toda la vida.
Gonzalo Suárez
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