Cada día que pasa resulta tan veraz como oportuno aquello tan clásico de “En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Porque ahora nos relacionamos con el mundo a través de pantallas de cristal, esas que atrapan nuestra mirada en dispositivos como teléfonos, tabletas, relojes, cámaras, salpicaderos de coches, navegadores, ordenadores, televisiones, o esas estáticas en aeropuertos o centros comerciales. Vivimos en un mundo cristalizado dominado por artilugios “smart” (inteligentes), como teléfonos o televisiones, que nos convierten en unos licenciados vidriera posmodernos, tan vulnerables y dependientes como nuestro antepasado cervantino. Por eso el enorme interés de muchas empresas en innovar la experiencia visible, proponiendo una percepción ocular hipnótica. Tecnologías tan sofisticadas como full HD, 4K, 8K UHDV, 3d, realidad virtual o aumentada, ofrecen un realismo falso, porque muestran una imagen más clara, más brillante, con mayor contraste, más “auténtica” que el propio sentido humano de la vista, y por tanto más manipulada. Un artificio casi “tocable” que habilita una ilusión de percepción mejorada. Algo que además se aprovecha de las infinitas posibilidades de los 3.500 satélites artificiales que orbitan sobre nuestras cabezas, porque todas esas empresas que ofrecen esas nuevas posibilidades perceptivas saben que su éxito depende de la capacidad de vender contenidos que atrapen el interés y atención de millones de personas, en una telecomunicación cada vez más sedienta de velocidad.
Hablando de satélites, aunque ha llovido bastante desde aquella primera imagen de la Tierra captada desde el espacio hace más de 70 años, por un cohete nazi lanzado por los norteamericanos desde una base en Nuevo México, la ocupación del espacio exterior ha cambiado radicalmente la visión convencional, porque permite relacionar y comunicar objetos de tal manera que ya no se depende de perspectivas lineales o cálculos más o menos rigurosos de los cartógrafos, sino que ahora el protagonismo lo tienen esos ojos electrónicos diseñados para una percepción que supera la limitada perspectiva de la visión humana, gracias al análisis combinado de múltiples datos dispersos resultante de una fabulosa e inédita capacidad de visión a distancia, sensorización y computación. Ya no cabe una observación directa de las cosas, sino que esta requiere arreglos tecnológicos que condicionan su interpretación.
Pero esta nueva manera de “ver” el mundo significa que las máquinas no sólo captan, sino que también interpretan atribuyendo al ser humano una mera funcionalidad en la producción de información, como un objeto más en esos mapas que señalan rutas y ubicaciones de las fuentes de generación de datos. En un nuevo modelo que se basa en “hacer hablar” a las cosas en una tensión tecnológica que provoca efectos, provocando una dispersión digital que separa el mundo en dos clases de actores, quienes dominan en la distancia esa representación artificial del mundo y quienes creen poder verla directamente mediante recursos diseñados para tan limitada función.
En La rosa púrpura de El Cairo, la conocida película de Woody Allen, uno de los protagonistas, cansado de repetir una y otra vez su papel, tras observar a una bella mujer que ha venido varias veces a la sala de cine, cruza la pantalla y huye del blanco y negro para vivir con ella unos días apasionados en el mundo real de color. Algo imposible propio de la ficción cinematográfica, que sin embargo el actual universo tecnológico, amparado en una fabulosa red de cristales electrificados en manos de cientos de millones de personas, ha conseguido materializar. Un mágico desdoblamiento consistente en ese usuario que es al mismo tiempo espectador y oferente de contenidos, viviendo así en los dos lados de la pantalla. Las personas, además de usuarios, se han convertido en una fuente constante de datos para múltiples aprovechamientos, más o menos visibles, que se comercializan en diversos mercados.
Pero esa doble dimensión no es privativa de simples usuarios particulares, sino que se extiende a la mayoría de las empresas, porque también asumen esa realidad binaria al mostrase confiadas a procesos basados en todo un arsenal de apps, programas informáticos, plataformas, call centers, big data, bots, inteligencia artificial, circuitos cerrados de cámaras, sensores, vigilantes, accesos, ubicaciones, ingenieros, etc., ofrecidos en soluciones dependientes de pantallas de cristal para gestionar su perímetro de interés. Hay que entender que el nuevo momento tecnológico necesita ese público masivo que acepta complaciente ese doble papel de productor y consumidor, porque permite a las empresas más despabiladas abrir la tienda de soluciones, en general tan limitadas como suficientes, para mantener el interés de la audiencia. A modo de ejemplo, da auténtico vértigo el dato de más de 240.000 millones de descargas de apps al año, o que ya hay más tarjetas SIM operativas que población total en el mundo.
El proceso es idéntico al de ese público que va al cine a ver una película, confiando en no ser público cuando se apaga la luz, pero que no deja de serlo en ningún momento. La soledad frente a una pantalla no es tal, porque mirar o tocar el cristal opera como esa piedra que contacta con la superficie de un estanque, provocando sucesivas ondas de diferente tamaño y distancia, gracias a una multiplicidad de conexiones invisibles que provocan infinitas reacciones, en una realidad que nuestros ojos no captan. Con ese simple clic, swipe, voz o escritura, gracias a una superficie cristalina, se provocan múltiples efectos, conscientes e inconscientes, directos e indirectos, nutriendo constantemente una gigantesca retícula virtual trufada de importantes intereses económicos. Y precisamente esa que nuestro ojo no capta ni con el artilugio más sofisticado, es la auténtica verdad que se sirve de los dispositivos que tanto fascinan.
Una certeza tecnológica que necesita para su supervivencia parasitar millones de actos individuales, desplegando esa realidad artificial que presenta el mundo de una manera seductora para que una mayoría no oponga resistencia. Y este es el verdadero reto de la seguridad en este nuevo siglo tan tecnológicamente azaroso, ser consciente de cuándo y cómo se ejerce de espectador o de generador de contenidos, conociendo los riesgos y efectos de cada acto. Esa nueva seguridad que ayude a caer en la cuenta de si miramos la realidad a través de un cristal, o son otros los que nos miran…
Gonzalo Suárez
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