El profesor del MIT Ethan Zuckerman, en su artículo “La economía de la desconfianza”, publicado en el reciente número 54 de McSweeney´s, señala que la confianza que todos los días depositamos en las grandes corporaciones tecnológicas depende de dos factores básicos, cuántas personas las usan (su “efecto red” resultante de una centralización global de una determinada actividad), y por otro lado una eficaz eliminación de competidores, precisamente para garantizar un papel hegemónico en su respectiva actividad y conseguir de paso la acrítica aceptación de los usuarios de las condiciones que imponen. Gracias a esa doble estrategia, estas corporaciones ganan progresivamente la confianza general, mientras en las instituciones públicas como gobiernos o parlamentos esta disminuye año a año. Soluciones como una app de salud, un servicio de mensajería postal, una comunicación a distancia, incluso el pago de un impuesto, son ahora una cuestión de mercado ajena al debate de lo público.
Pero el alcance intelectual de esa idea de centralización es extraordinario, porque además de explicar esa vocación monopolística de ese tipo de empresas, también permite detectar una tendencia general. Ya no bastan herramientas que garanticen un proceso para una determinada funcionalidad, sino que los usuarios, muy celosos de su tiempo, ven con buenos ojos la concentración de soluciones distintas que no guarden aparentemente una relación directa entre sí. Una simplificación interesada que explica porque muchas empresas ofrecen servicios “contaminados” con productos de terceros ajenos a su enfoque tradicional de negocio. Ofrecer líneas telefónicas con la visualización de partidos de fútbol, una red social con plataforma de pagos electrónicos, o alarmas domésticas asociadas a un seguro de hogar, son ejemplos muy básicos de este tipo de iniciativas. De esta manera algunas empresas difuminan los límites de sus ofertas convencionales, que el consumidor puede percibir constreñidas en sus efectos y por tanto poco atractivas, para al final dudar de su capacidad “centralizadora” de soluciones más integrales y eficaces.
Frente a lo que algunos defienden, la Tierra no es plana, simplemente es más pequeña gracias a la mayor capacidad de la tecnología para relacionar situaciones dispersas en un lapso temporal prácticamente despreciable. Un fenómeno emergente que supone una pérdida de protagonismo del ciberespacio en beneficio de un novedoso cibertiempo. Una insólita dimensión que esclaviza la información para una réplica inmediata, amparada en una conectividad en red de personas y objetos absolutamente fabulosa. Por eso las grandes empresas tecnológicas viven obsesionadas por una poderosa concentración de procesos diversos en un ahora constante, que les asegure que el cliente los consuma como algo imprescindible sin alternativa comercial. Una importancia novedosa de un nuevo tiempo, que ya anticipó hace años Charles M. Schulz, el famoso creador de Snoopy, cuando afirmó que no te preocupes sobre si el mundo llegará a su fin hoy. Ya es mañana en Australia.
Y este enfoque necesita una manera diferente de identificar a los consumidores para garantizar esa respuesta en tiempo real. Una nueva identidad más dispersa, variable, más que un mero dato estático, un acelerado cúmulo de circunstancias en diversas comunidades, que permite distinguir entre realidad y verdad porque estas ya no operan en el mismo plano. Wittgenstein sostenía que la verdad es un efecto del consenso y no de la lógica, y en este sentido esta nueva identidad, compleja y dinámica, provoca diversas verdades, que resultan muy rentables para quien tiene esa capacidad de acaparamiento de procesos a partir de un reconocimiento fragmentario de las diversas situaciones e intereses que conviven en una persona. De esta manera, la identidad opera en sentido contrario a la privacidad, porque su dimensión digital ansía una polarización de soluciones a partir de un conocimiento de un contexto dinámico, no del dato proveniente de un acto aislado. Un fenómeno que a su vez demuestra la debilidad tecnológica de una sociedad que gestiona con dificultad la identidad de sus ciudadanos, su “perfil”, porque sólo sabe gestionarlo mediante una captura excesiva de datos, una abusiva acumulación sedimentaria en un grosero desequilibrio que alcanza todo lo que afecta y rodea a cada persona, para finalmente extraer un pequeño conjunto de informaciones que permitan una respuesta concreta en tiempo real.
Algo que algunos gobiernos quieren imitar mediante iniciativas como la predicción de delitos combinada con el reconocimiento biométrico en todos los espacios, que conduce a una centralización de informaciones inspirada en una nueva identidad personal que ya no deriva de un acto administrativo como un carnet de identidad o un pasaporte, sino de la acumulación de estadísticas asociadas a un cálculo predictivo unido a una localización en un espacio determinado en un momento concreto. Algo que exige monitorizar a toda la población, que se ha visto elevado a la máxima potencia cuando leemos que China no sólo ha desplegado ya 200 millones de cámaras en las calles de sus ciudades con capacidad de reconocimiento facial, sino que están desarrollando aplicaciones que asocian esta lectura biométrica a situaciones como regañar a quien pretende cruzar una calle con el semáforo en rojo, o incluso disuadir a quien pretende robar ¡papel higiénico! de un baño público; en una coincidencia no tan casual con algunas cadenas de tiendas de esa nación que ya usan el reconocimiento facial como medio de pago. Un proceso imitativo que no se detiene en esa inquietante ecuación de reconocimiento biométrico y predicción delictiva que ya se aplica en muchos países incluso europeos, sino que se suma a iniciativas legislativas como la llamada Snoopers Charter del Reino Unido, que exigen a los proveedores de internet y telefonía conservar al menos 12 meses toda la actividad del usuario, incluyendo su actividad en redes sociales, juegos online, llamadas de voz y mensajería online; o la recientemente aprobada por el parlamento de Australia, para un acceso total, incluso preventivo, de las fuerzas de seguridad a las comunicaciones entre ciudadanos aunque se realicen mediante aplicaciones digitales encriptadas.
Todo apunta a una tendencia en las antípodas de un ciberespacio convencional, que cede su protagonismo a una selva de datos sometidos a una selección natural en tiempo real por algoritmos diseñados exprofeso, que las personas no puedan evitar, atrapadas en una red ubicua, inefable, ilimitada y elástica. Un cibertiempo que necesita ser percibido colectivamente como aquello que dijo Bill Bryson de la televisión noruega, que te da la sensación de estar en coma sin preocupación ni incomodidad alguna.
Gonzalo Suárez
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