Los suecos, que a menudo se presentan como bastante pragmáticos, lo llaman döstädning, que podría interpretarse como deshacerse de todo lo innecesario para dejar todo ordenado cuando se cumplen los 65 años y pasamos a la tercera edad. La acumulación de cosas inservibles o despreciadas es una de las propensiones naturales de los espacios gestionados por humanos, obstinados en convertirlos en atiborrados contenedores, como pueden fácilmente comprobar en sus propias carnes las víctimas de mudanzas o reformas domésticas.
Pero gracias a internet hemos descubierto que incluso lo que definimos como obsoleto es variado en sus formas. Además de la conocida obsolescencia programada, aplicable a la mayoría de los artilugios que nos rodean, también existen otras como la obsolescencia funcional por defecto, esa que se refiere a cuando un componente falla y entonces todo el dispositivo deja de funcionar. Esto es perfectamente aplicable no sólo a cacharros prematuramente envejecidos, sino incluso a ideas, personas, organizaciones y regiones, lo que nos ayuda a entender mejor esos territorios condenados a la decadencia porque se les exige una determinada actividad incompatible con sus capacidades y recursos, por lo que son sometidos a una caída operativa de sus sistemas de funcionamiento en general.
Pongamos un ejemplo para ver mejor este asunto. Cuando se cierran oficinas bancarias o desaparecen cajeros automáticos con la excusa de favorecer una eficiencia basada en los pagos electrónicos, se produce un döstädning social en la “última milla”, una obsolescencia geográfica programada porque la tecnología que facilita el intercambio personal de dinero se aleja del usuario, provocando entre otros efectos la desaparición de procesos caracterizados por su proximidad, como las tiendas físicas que no pueden competir ni en precio ni variedad de producto con los gigantescos mercados online.
Es posible, como ya se ha señalado en un anterior artículo, que no hayamos percibido la superación de ese eterno debate tan nuestro de una España sometida al eterno dilema de centro y periferia, porque ha sido subrepticiamente sustituido por una España “fractal”, al adoptarse por la vía de los hechos una forma similar a ese objeto geométrico que cuenta con una estructura básica pero fragmentada que se repite a diferentes escalas. Porque es realmente pasmosa la forzada aplicación de las mismas normas y decisiones a todos los ciudadanos al margen de dónde vivan, que presupone erróneamente una realidad común en una realidad geográficamente homogénea, desmentida sistemáticamente por la casi eliminación en determinados territorios de líneas de transporte interurbano, oficinas bancarias, cajeros automáticos, puestos y efectivos de las fuerzas de seguridad del Estado, infraestructuras de comunicaciones, escuelas y centros de salud, entre otros, en un proceso perfectamente acompasado por administraciones públicas y empresas gracias a una determinada lógica generalizada de eficiencia condicionada por la tecnología.
Sería necesaria una adecuada visión de conjunto y una mayor amplitud de miras, porque resulta algo extraña la evidente flexibilidad de enfoque para algunos recursos básicos como el agua o la energía, para los que hace tiempo se resolvieron con desigual fortuna este tipo de desequilibrios territoriales mediante experiencias de colaboración público/privada, mientras que, para otras necesidades no menos esenciales, como la seguridad o el dinero, su debate provoca una evidente incomodidad.
Volviendo al pragmatismo sueco sobre “hacer inventario de todas nuestras pertenencias y decidir la mejor manera de desprenderse de todo aquello que ya no queremos”, eso es lo que deberíamos hacer con las viejas ideas que se venden como nuevas, porque no sirven para nuestra sobrevenida realidad fractal, y entender que tanta eficacia a la hora de desarrollar ese arte en asuntos tan esenciales como el agua, la energía, la salud, las comunicaciones, la seguridad o el dinero, se estimulan problemas en los que cobra especial importancia nuestra desigual realidad territorial, esa que nos obliga a buscar fórmulas imaginativas para evitar cuanto antes esa muerte anunciada e incluso programada por instituciones y empresas privadas, de manera más o menos deliberada, que despuebla y aleja a los jóvenes de sus orígenes, mientras se agigantan y saturan las ciudades sin una previsión suficiente, provocando una realidad de país con grandes desequilibrios en recursos y oportunidades.
Antonio Villaseca