El hilo del tiempo se ha quebrado definitivamente, porque la geografía ha sustituido definitivamente la historia. Un hito en absoluto provocado por el triunfo global de la democracia liberal, como diagnosticó Fukuyama, sino por algo tan intempestivo como el binomio tecnológico de ubicación y movilidad, o dicho de otra manera, la detección de una fuente de datos y la capacidad de movilizar acciones relacionadas con ese hallazgo. Una tecnología masiva de evidente éxito, que se reproduce hasta la más ínfima escala y situación gracias a ese vasto despliegue comercial de dispositivos “inteligentes” que todos usamos. Unas máquinas que desparraman su formidable capacidad gracias a la combinación de fuentes de datos localizados y acceso a procesos remotos, para una realidad aumentada que supera, como nunca ha ocurrido antes, las limitaciones físicas de los cinco sentidos humanos.
Es tal el impacto global de este fenómeno tecnológico, que un directivo de Huawei ha declarado a la defensiva que nuestros móviles no tienen ideología, o que el presidente de esta compañía haya manifestado hace pocos días en Barcelona que el tema de la ciberseguridad es algo tecnológico, no es algo que deba decidir la política, pocos días después de un tweet de Trump sobre un misterioso 6G, probablemente para animar a la tropa por el liderazgo global en 5G que lidera esa compañía china. Un pulso que, unido a los 154 apagones de internet en los dos últimos años, la mayoría en países africanos, coincidente con ese reciente anuncio de Rusia de su intención de poder desconectarse de la red de redes cuando quiera, y con los europeos titubeando con una insoportable levedad del ser reactivo de sus instituciones, con Bruselas “encendiendo las alarmas” sobre las empresas tecnológicas chinas, nos muestra que el devenir conflictivo de las ideas, que gobernaba hasta nuestros días los diferentes rincones del planeta, ha sido desplazado por una descarnada pugna territorial ahora iluminada por un nuevo momento tecnológico.
En todas estas noticias suele citarse el problema de la seguridad nacional y los riesgos de guerras cibernéticas, como una coctelera que agrega cuestiones tan peliagudas como la seguridad, la privacidad, la censura, las intrusiones, la adquisición y venta de datos, las injerencias foráneas en procesos políticos, y, cómo no, los intereses públicos y privados en el pulso por el dominio en las herramientas de comunicación. Ya sea el bloqueo del acceso a internet, los filtros de contenidos, o la intervención en la calidad y velocidad de los sistemas de transmisión de datos, se observa una apretada carrera de gobiernos y empresas en este asunto. Un nuevo escenario que, como señaló Von Clausewitz, cuanto más intensos y poderosos sean los motivos y las tensiones que justifiquen la guerra, más estrecha relación guardará ésta con su concepción abstracta, porque vivimos de realidades técnicas no tan inocentes como se presentan, sino que su amable apariencia oculta algo tan antiguo como una lucha de poder que ahora ha sustituido leyes y armas por tecnología, con el color del pasaporte como un factor crítico inesperadamente relevante, como se deduce de las prohibiciones cruzadas de los Estados Unidos y China sobre sus colosos tecnológicos.
Todos hablan de conectar el mundo, sea por redes sociales, teléfonos o infraestructuras de comunicaciones, no para imponer una determinada ideología, sino para una nueva forma de poder, que consiste en dominar la nueva posibilidad de realizar todo tipo de actividad en cualquier sitio, gracias a la capacidad de comunicarse en movimiento, creando una dependencia para todo aquello, animado o inorgánico, que “conversa” en una poderosa conectividad que se nutre de la transmisión de datos. Esa que convierte a las personas en clientes, pero en la acepción original de la antigua Roma, que los definía como aquellos que están bajo la protección de alguien a quien se obedece. Una relación clientelar que está provocando una original tensión territorial, porque es borrosa la línea que separa los intereses nacionales y las empresas armadas con arsenales tecnológicos, en el campo de batalla de esa nueva trinidad conversacional de personas, objetos y espacios.
Virginia Woolf escribió que no tenemos emociones completas sobre el presente, tan solo sobre el pasado, reflejando perfectamente cómo era el mundo antes de la actual revolución tecnológica. Porque la sensación de instante ha sido reformulada, dado que el ser humano ha delegado en las máquinas y sus comunicaciones la construcción de un presente que ahora es más íntegro, gracias a la disponibilidad permanente y ubicua de mapas que vigorosamente nos recuerdan la importancia del mundo físico en tiempo real, ese donde se materializa todo proceso virtual posibilitado por la movilidad de los usuarios. Por eso las plataformas y herramientas tecnológicas más sofisticadas apoyan su funcionalidad en una inteligencia económica absolutamente dependiente de cartografías digitales. Un suceso afectado por tecnologías ascendientes que prometen amplificar los efectos de esa realidad binaria de ubicación y movilidad, activamente alérgicas a considerar la privacidad en el mundo digital como algo problemático a resolver, porque todos los dispositivos y redes están diseñados para capturar el dato y movilizarlo a cualquier punto distante a una velocidad extraordinaria.
Pero tanto ruido con el 5G y su animado ajetreo de declaraciones vehementes no puede despistarnos, porque el debate trasciende un mero problema de velocidad en la transmisión de datos. Este cambio de paradigma, basado en ubicación asociada a movilidad, va a cambiar radicalmente la concepción habitual de la última milla digital, o lo que es lo mismo, la vida de todos los millones de habitantes del planeta. Más allá de un problema logístico, estamos en la antesala de una nueva realidad que supera la novedad de esos sofisticados e indiscretos sensores, que tienen forma de teléfonos o altavoces con micrófonos, porque no son más que rudimentarios anticipos de un territorio ignoto, ese donde reinará quien pueda ofrecer un conjunto más dotado de procesos computacionales diversos, múltiples, remotos y simultáneos, en una determinada localización.
El inefable Perich afirmaba que todos nacemos iguales pero en países distintos, una verdad indiscutible que nos ayuda a entender que el nuevo fantasma que recorrerá el mundo será esa nueva geodesia por la que pelean los más avezados, porque barrerá a las empresas que basen su existencia en procesos unívocos, limitados en su simplicidad, excesivamente próximos pero sin robustos sistemas computacionales distantes, encantados de su propia autorreferencialidad. Esas organizaciones que no entienden las transformaciones de esta sociedad cada vez más “enredada”, más interdependiente, y a la vez condicionada por las trémulas murallas que separan las viejas naciones en una guerra fría tecnológica, que traza las líneas de los nuevos mapas en batallas comerciales dirimidas entre pocos territorios, esos mismos empeñados últimamente en arrinconar la Historia. El escritor Stanislaw Lem escribió que quien busca el cielo en la tierra se ha dormido en clase de geografía, y ahora me explico mejor porqué muchos siguen soñando colgados en la nube.
Gonzalo Suárez