La verdad es que estoy hecho un auténtico lío con todo este asunto de los cerdos. Empiezo a pensar, como escribió George Orwell en su Rebelión en la granja, que los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro. Mi confusión empezó al conocer los trabajos de Juan Carlos Izpisúa, en el Instituto Salk de California, sobre híbridos humano-animales, también conocidos como quimeras, para hacer crecer hígados, riñones, pulmones, entre otros órganos humanos, dentro de cerdos. Aquellas quimeras mitológicas con cabeza de león, cola de dragón y vientre de cabra, ahora reconvertidas en la posibilidad de generar órganos de una especie en animales de otra diferente.
Hablando de porcinos, en agosto pasado el gobierno chino publicó un informe en el que apoyaba ardorosamente la “crianza inteligente de cerdos”, concretamente la aplicación de reconocimiento facial, vocal y otros inventos de esta índole, para combatir las epidemias de peste. Y abundando sobre este asunto, se acaba de publicar un artículo en la revista Nature Machine Intelligence, de los investigadores Neftci y Averbeck, que defiende aplicar en la enseñanza de máquinas las estrategias típicas de los animales de prueba y error. O sea, la posibilidad de diseñar sistemas de inteligencia artificial inspirados en el comportamiento animal, con modelos estadísticos que puedan acelerar el aprendizaje en múltiples escalas de tiempo y en ambientes dinámicos, condicionado por opciones y recompensas, superando los actuales algoritmos orientados a entornos altamente controlados.
Mi curiosidad con todo esto, más allá de que estos bichos puedan fabricar nuestros riñones alternativos, es que interese conocerlos mejor mediante su reconocimiento facial y la posibilidad de aprender de ellos para dotar de mejores algoritmos a las máquinas que se relacionan con las personas. Un asunto que parece una explicación perfecta de la mundanidad de la llamada inteligencia artificial, esa estadística enriquecida gracias al extraordinario avance de sensores y computación. Hasta tal punto esto es importante, que según el estudio EUROPEAN TECH INSIGHTS 2019, de la española IE University, una de cada cuatro personas prefiere que las decisiones políticas sean adoptadas por inteligencia artificial en lugar de políticos. O dicho de otra manera, entregar el gobierno de las instituciones a ese mismo postizo cacumen que quiere ahora aprender de la fauna animal, además de reconocerla por sus facciones.
Algo cada vez con más peso si tenemos en cuenta las palabras de Eric Schmidt, ex-jefe de Google, cuando señaló que toda la información acumulada en toda la Historia por el ser humano era del tamaño de cinco millones de terabytes, un volumen inferior al que ahora se genera en internet a la semana. De acuerdo a mi propia experiencia profesional, y recurriendo a un ejemplo muy básico, son más de 36.000 cada 24 horas, más de 13 millones al año, el volumen de datos que pueden generarse por una familia de cuatro personas, con una casa mediana, dos coches, un par de smartphones y una mascota, en un auténtico sistema IoT. Una dificultad que obviamente no puede administrarse por seres humanos, y que por tanto obliga a delegar su gobierno a máquinas que no muestran preferencia alguna por la naturaleza de los datos, porque su lógica computacional los ve como una masa de informaciones sensorizadas, en la que todo ocupa el lugar que le corresponde según su contribución a un proceso predeterminado, en el que no es más relevante una persona que un espacio o un objeto. Una habilitación de las herramientas que libera al ser humano de decidir en el acto, gracias a la combinación automatizada de dos elementos esenciales: comunicación masiva de datos, lo que algunos llaman “flujo” de información, y un archivo de esta que amplíe sus efectos gracias a un mejorado cálculo computacional.
La historiadora Mary Beard nos evoca en su último libro, La civilización en la mirada, que la palabra bárbaro procede de un antiguo vocablo griego que se aplicaba a los extranjeros, que balbuceaban de manera incomprensible “bar-bar-bar”. Esto suena a los ímprobos esfuerzos tecnológicos que se realizan para entender las imperfecciones comunicativas digitales de los seres humanos, como el reconocimiento facial o la voz, que los han convertido en el nuevo bárbaro, ese “algo” en forma de dato que necesita ser entendido. Por eso es correcta la expresión huella digital, porque el rastro electrónico a partir de una realidad física ha cobrado más importancia que su interpretación a través del relato, siendo ahora más relevante el evento que su narración. Una barbarie compartida con los objetos y espacios, porque todos han perdido su singularidad, dado que ahora sólo interesan como información útil interpretable por una máquina que actúa en un presente continuo. Una noticia inesperada que sugiere que los datos trascienden su dimensión problemática en términos de privacidad de los individuos, al convertirse en un elemento fundacional de una nueva economía que recodifica las reglas del juego. Un flamante modelo que requiere estrategias definidas en términos de flujo y archivo para una realidad más cosificada, sólo limitada por su diseño algorítmico.
Algo que se observa muy bien precisamente en los espacios de escasa riqueza informacional, con una menor tracción de datos, que se corresponde con una capacidad débil de actividad e impacto. Un apagón tecnológico de efectos negativos que agrava la carencia habitual en cobertura de servicios o inversiones fundamentales. Si hablamos por ejemplo de la España despoblada, entenderemos mejor ese “descuelgue” técnico, porque cuando los colectivos humanos o territorios aportan un débil flujo y un raquítico archivo de datos, las inversiones y gastos en ellos no obtienen un retorno suficiente. Algo estimulado inconscientemente por las entidades que no calibran esa nueva pobreza, cuya evitación pasa por engrasar y acelerar el motor de la actividad de objetos y personas en ese tipo de espacios, que necesitan ser digitalizados para ser reales. Con sensores, actuadores, experiencias, noticias, clics, publicaciones, eventos, dinero en movimiento, todo lo que deje rastro en un mundo mediatizado por máquinas en el que, como alguien escribió, vivir ya no es suficiente, porque uno debe demostrar que vive.
El debate ya no es entre personas y máquinas, como los datos tampoco pueden verse sólo en términos de privacidad, porque la humanidad ya depende de una realidad autónoma gobernada por aparatos, cálculo y telecomunicaciones. Y esta necesita que las máquinas hablen más y mejor, aunque aún estén aprendiendo a reconocer caras y voces, lo que justifica una inteligencia humana que re-conozca sus limitaciones y controle sus efectos. En su literaria granja Orwell describió el horror de imaginar un cerdo caminando sobre sus patas traseras, pero 74 años después, como me recuerda todos los días mi máquina inseparable con forma de teléfono “inteligente”, nuestro problema es que ya no somos lo que éramos, porque necesitamos ser reconocidos para demostrar que estamos vivos. Ojo al dato.
Gonzalo Suárez