Si es cierto que el mundo no existe, como plantea en uno de sus últimos libros Markus Gabriel, el filósofo alemán de moda, lamento decirle que usted no está leyendo este artículo. Pero no se agobie, no es tan grave el asunto, porque él afirma que incluso el universo es más pequeño que el mundo, porque el primero es un concepto limitado al conocimiento de las ciencias naturales, mientras que el segundo contiene asuntos tan diversos como los objetos, los sueños o los pensamientos. Un ámbito tan excesivo que es imposible su definición, y más aún conocerlo, “es precisamente eso que todo lo abarca, el mundo, lo que no existe ni puede existir”, y por tanto “es simplemente falso que todo esté interconectado”.
Por tanto, “no hay un mundo, sino un número infinito de mundos que se solapan en parte, pero también son en cierto modo independientes entre sí”. Una idea que desentona con una conciencia colectiva dopada de hipérboles totalizadoras, tan simples como imposibles, como la de Facebook cuando nos anuncia su objetivo de “conectar el mundo”, Amazon con su flecha curvada con forma de sonrisa que, según la propia compañía, va de la A a la Z de su logo para no dejar nada vendible fuera de su ámbito, o algo tan elocuente y pretencioso como llamarse Alphabet. A veces no es más que una exagerada y legítima aspiración estratégica de unas pocas empresas; en otras ocasiones son meros argumentos comerciales próximos a una ficción interesada, como esa constructora que ofrece un edificio inteligente sin una autogestión general automatizada; o el negocio de los pagos electrónicos que se anuncia inevitable y excluyente, cuando publica datos de crecimiento en el número de transacciones que nunca compara con el sostenido aumento de demanda del dinero en efectivo, o el revelador 6% del ecommerce en relación con el total de ventas del retail en nuestro país. A tal extremo ha llegado esta tendencia, que hace pocos días, mientras paseaba por la calle, me sorprendió un letrero que ofrecía algo tan misterioso como una “odontología holística”. Un ejemplo perfecto de la proliferación de soluciones y experiencias integrales que nos asaltan constantemente.
Sostiene Gabriel que habitamos en un contexto global en el que sobrevivimos gracias a la capacidad de distinguir las propiedades de los objetos, como diferenciar un refresco de una cerveza sin compararlos con un animal salvaje, porque “nadie dice a un camarero: tráigame una coca-cola o un rinoceronte”. Un contraste que él denomina campo de sentido, ese que permite llamar Rin al mismo río que cambia constantemente y no confundirlo con ese mamífero placentario. Una idea que confirma el mérito empresarial de quienes dominan ese juego de la venta de soluciones universales, a pesar de su improbable meta, porque demuestran gran agudeza gracias a un campo de sentido de ambición ubicua acorde con su destreza técnica y talento narrativo. Cuando Amazon es a la vez un mercado online, una plataforma logística, un servicio de pago, un productor de televisión, un fabricante de hardware y vendedor de servicios en la nube, o Apple asocia su hardware a su tienda de aplicaciones, sus medios de pago y ahora su cashback, se produce ese alineamiento de estrategia y suficiencia tecnológica en un campo de sentido coherente; mientras que en el otro extremo, cuando las empresas tienen dificultades para redefinirse por un sobrevenido cambio externo, su desconcertado campo de sentido fragiliza su negocio e identidad.
Pero de ser cierto que el mundo no existe, es necesario preguntarse por la verdadera naturaleza de esas soluciones generales que precisamente se ofrecen para este fantasma global presuntuosamente interconectado. Como ha hecho el movimiento jurídico norteamericano llamado New Brandeis, y especialmente una de sus más brillantes portavoces, Lina Khan, que lo ha definido como la paradoja antitrust de Amazon. La cultura jurídica del derecho de la competencia y la regulación antitrust que se ha venido aplicando durante todo el siglo XX se basaba en un principio básico de protección del consumidor, que se ha visto desfigurado en los últimos años porque las grandes plataformas tecnológicas basan su estrategia de negocio en un precio final inferior al que el mercado convencional puede ofrecer, a veces actuando como feroces depredadores. Por tanto, el asunto ya no va de evitar por medios legales que un monopolio imponga precios, porque estas poderosas plataformas no están interesadas en eso, más bien al contrario, prefieren mostrarse seductoras e invencibles gracias a sus irresistibles ofertas. Hace pocos días, la máxima dirigente de Mozilla advertía que estamos asistiendo de nuevo al monopolio que tuvo Microsoft en los inicios de internet, pero ahora en manos de Google y Apple. Microsoft acaba de publicar un estudio, It´s time for a new approach for mapping broadband data to better serve Americans, en el que se demuestra la perfecta correlación entre banda ancha y acceso al empleo, a la salud y la educación; coincidente en el tiempo con el anuncio de Amazon, de su intención de lanzar en un futuro próximo 3.000 satélites al espacio para llevar internet al 95% del planeta. Es evidente que ahora vivimos en mercados que han mutado su naturaleza, y como advierte Khan, la cuestión a resolver no puede enfocarse desde la perspectiva tradicional del precio del producto, sino desde el análisis de los procesos de competencia asociados a la propia estructura del mercado. El centro de gravedad se ha desplazado de manera irreversible desde la habitual preeminencia del consumidor, hacia espacios de convivencia tecnológica menos competitivos y más centralizados, cerrados, baratos, y a la vez más conflictivos en términos de interés.
Un cambio de paradigma jurídico que ya está teniendo su influencia en todo el arco político norteamericano, como se evidencia en algunas iniciativas legislativas consensuadas entre republicanos y demócratas, como la reciente legislación en muchos Estados que obliga a todos los comercios a aceptar dinero en efectivo, porque su eliminación excluye a las personas sin una cuenta bancaria. Una prohibición que evita poner todo el dinero en manos de empresas tecnológicas, que, además de obligar a los consumidores a aceptar sus condiciones de servicio, (excluyendo a quienes se “desvíen” de sus parámetros comerciales), representan un riesgo sistémico derivado del funcionamiento de sus ingenios técnicos, basados en algoritmos que operan como cajas negras cuyo secreto viene siendo amparado por los tribunales de justicia. Una decisión que ha caído como una bomba en iniciativas tan sonadas como las tiendas Amazon Go, diseñadas para evitar los pagos en metálico. Un nuevo escenario legal que aboca a plantearse dos factores esencialmente críticos: la dependencia funcional de unas pocas corporaciones que imponen su dominio en todos los mercados, con productos cuyo precio, único o por suscripción, son generalmente accesibles; y por otro, la fragilidad en términos de riesgo de los usuarios, sean instituciones, personas o empresas, que dependen de estos titanes que operan con sistemas tan excluyentes como vulnerables.
Dos asuntos de tal importancia que obligan a trabajar en términos de campos de sentido, propios y creativos, para asuntos tan diversos como la organización y gestión de nuestras empresas, el funcionamiento de los mercados, la seguridad en su más amplio concepto, la prestación de servicios, el futuro del empleo, el despoblamiento de territorios, o las colaboraciones público-privadas para atender necesidades esenciales. Unos campos de sentido que sólo dependen de visión y tecnología, ayudados por una regulación que frene a los enemigos de la competencia en los mercados, y del abandono de ideas tan peregrinas como la existencia de soluciones únicas, generales e inevitables. Porque si aceptamos acríticamente la existencia de un mundo dependiente de unas pocas tecnologías, en el que fracasa el paradigma histórico de protección contra los monopolios, estamos ante un grave problema. En los años 70 del siglo pasado, la más famosa empresa de refrescos nos invitaba a disfrutar de la “sensación de vivir”, algo ahora más complejo por culpa de esa vana e interesada ilusión que nos quieren colar a precio de saldo, ese delirio de un todo absolutamente interconectado, por unos pocos, en este mundo que afortunadamente no existe.
Gonzalo Suárez