Un buen amigo me dijo hace unos días que la economía se ha reducido a un asunto de logística, porque todos los negocios están enfocados en mover, acercar, entregar. Da igual que sean personas, datos, dinero, ideas, imágenes, mensajes, búsquedas, seguridad, compras o información, todo se reduce a la necesidad de una solución, rápida y barata, para intercambiar algo. Algo que resulta de gran importancia por culpa de tanta web y app, con tres internets en tan pocas manos, el norteamericano, chino y el recién anunciado ruso, en una formidable lucha por dominar el acarreo de las viejas y nuevas mercancías, con la inestimable colaboración de sus empresas de hardware de comunicaciones y sofisticados programas para que todo resida en sus llamadas “nubes”, sin embargo ubicadas en inaccesibles edificios en lugares remotos.
Buscando un ejemplo difícil para verificar esta idea, nada mejor que hacernos eco de del próximo vencimiento del plazo, el 15 de julio de este año, concedido por las autoridades británicas a las websites de contenidos pornográficos, para que tengan resuelta la comprobación remota de la mayoría de edad de sus agitados visitantes. Incluso se especula con la posibilidad de que los consumidores puedan comprar “pases” de porno por internet en grandes almacenes, como las tarjetas de prepago para los otros contenidos audiovisuales online, cuyo uso requerirá una verificación inicial de identidad para compras sucesivas. Los que entren en dichas páginas, o compren esas tarjetas, deberán mostrar lo que llaman “una prueba de edad”, como pasaportes, tarjetas de crédito o carnets de conducir, y si mienten serán multados. Pero lo más controvertido de esta exigencia, más allá de meterse en el fenomenal embrollo jurídico de la definición administrativa de pornografía, es que no han previsto los daños colaterales que se causará a un pícaro consumidor de estos contenidos, cuando inicie el internaútico proceso de pedir a una empresa privada que verifique su identidad, o simplemente haga una búsqueda de la oferta que más le interesa. Porque cualquiera de esas dos inocentes actividades lo convertirán en un inevitable partícipe de una voraz carrera de terceros sedientos de esta información, cuyo negocio es precisamente transportar datos personales para su uso comercial, en el mejor de los casos para venderla al mejor postor publicitario, y eso sin contar con que no se vea trágicamente afectado por ese internet inseguro plagado de travesuras ilegales. Yo descarto rotundamente que las respetables autoridades británicas pretendan perjudicar a sus empresas nacionales en este lucrativo sector económico, ni siquiera a tan excitados consumidores, ni convertir este asunto en un rentable negocio de logística de datos para empresas foráneas. No obstante, ya están advertidos, a partir de este verano, por si acaso, eviten esas tentaciones en el territorio digital de Albión.
Pero ya que nos hemos metido en este asunto tan caliente, recuerdo que el escritor Henry Miller escribió que el sexo es una de las nueve razones para la reencarnación, pero las otras ocho no son importantes. Pero claro, él no contaba con la inmortalidad de la identidad digital, esa que no necesita la trasmutación del alma. Convendrán conmigo que existen pocas cosas más inquietantes que el recordatorio en una red social del cumpleaños de un fallecido, o que este recomiende desde el más allá un seguro de vida o un evento festivo. Uno siente desasosiego al saber que la identidad virtual sigue por ahí rondando, ufana y saltarina, como si la muerte biológica de su propietario fuese un detalle sin importancia. Para este innovador limbo digital, gracias a su inasequible desaliento para superar este tipo de melindrosas cuitas tan escasamente modernas, Facebook ofrece el solemne servicio de las cuentas conmemorativas. Tras el fallecimiento de una persona, mediante la cumplimentación de un simple formulario, la cuenta en la red social que el finado abrió en vida, esa misma en la que publicó fotos, comentarios, exhibió su cumpleaños, insultó o fue insultado, sobrevivirá eternamente, y en ella sus amigos, familiares, incluso sus más íntimos enemigos, podrán publicar contenidos, hasta el extremo de que alguien previamente autorizado pueda simular un mensaje publicado por el propio fallecido, como un tétrico like dirigido a los que hayan acudido a su propio funeral. Esta cuenta es administrada por un legatario, que ocupa la identidad digital del finado para gestionar su “perfil” online. Algo bastante siniestro, pero claro esto va de seguir mercadeando con los datos como sea, en este caso a costa de quienes insisten, contra todas las evidencias científicas, en comunicarse con los muertos. Un controvertido tráfico, una logística morbosa, que pone el foco en cómo traquetear por el zoco de la publicidad la personalidad digital de una persona desaparecida y las de sus contactos. Pero sorprende que algo tan avanzado como Facebook, evidenciando cierto problema de verificación online de identidad, pide para este ajetreo que se les envíe copia de “documentos” (que siempre están en soporte papel), como esquelas, poderes, certificados de nacimiento, incluso las últimas voluntades, testamento y sucesión testamentaria, pudiendo conocer así los datos económicos y patrimoniales de la herencia y de los herederos. Una verdadera orgía para los sentidos digitales.
Según un estudio del Oxford Internet Institute, si Facebook no consigue nuevos usuarios, para el año 2.100 unos 1.400 millones de los actuales habrán muerto, y antes de 2070 hay un punto de inflexión porque ya habrá más usuarios muertos que activos. Lo que ha animado a esta compañía a impulsar estas cuentas conmemorativas. Un asunto, el de la “muerte” digital, que forma parte de la agenda de las grandes corporaciones tecnológicas como un asunto importante a considerar. Es posible que al fundador de las más famosa red social le inspirara aquella frase de Ortega, cuando afirmó categórico que “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, porque Facebook lo ha conseguido, ha salido victoriosa en la lid entre la persona física y su circunstancia, al elevar a esta a un producto comercializable autónomo de su fuente. Porqué despreciar un negociete a costa de la identidad digital de las personas, consiguiendo que lo póstumo devenga económicamente más relevante que nunca gracias a esa interesada inmortalidad tecnológica. En estos días hemos conocido la terrible noticia de un colectivo importante de niños que publicaban imágenes suyas en poses impropias de su edad. Significativamente, el foco se ha puesto en esos críos, pero nadie ha hablado de cómo se permite que una empresa privada facilite, gracias a sus medios tecnológicos, la publicación y difusión de esos contenidos. Al parecer es más urgente resolver un proceso remoto de verificación de identidad para que los zombis se muevan por las redes sociales, o para ver un video porno en una pantalla móvil, que arreglar de una vez por todas quién, cómo y qué se publica en las redes sociales y en internet.
Pero volviendo a lo que hoy nos ocupa, sería interesante saber de verdad cómo funciona una economía que depende de carretear a distancia cosas tan diversas como una canción, una imagen, un seguro, una pizza, dinero, una información, un préstamo, un asesoramiento técnico, un dato sensorizado o una solución de seguridad, porque probablemente no va a encontrar más pistas que su propia imaginación e inteligencia. Henry Ford dijo que “si hubiera preguntado a mis clientes qué necesitaban, habrían dicho un caballo mejor”, y tal vez de eso se trate, de elegir entre viejos caballos o cosas tan estrambóticas como los zombis digitales, o incluso de combinar cosas tan disímiles, porque la economía digital reduce todo a commodities hace poco tiempo inimaginables, sintetizadas en datos monetizables cuyo éxito comercial depende de cómo se mueven por los mercados más complejos de la Historia. Si piensan en su empresa desde esta perspectiva, probablemente recordarán con sorpresa aquella inapelable verdad que alguien señaló, que gracias a la red de autopistas es posible cruzar el país de costa a costa sin ver nada, porque constatarán que todo lo que se mueve en su mercado transita por caminos tan escasos como acelerados, en el que todo parece referirse a un complejo asunto de logística, ese donde mandan unos pocos colmados virtuales confortablemente dominantes en ese clasista, territorial e inseguro reino de internet, en el que siempre se ve el camino pero nunca el paisaje.