La Historia a veces es traviesa y nos lanza guiños sorprendentes. Como esa singular coincidencia, con más de dos siglos de por medio, entre aquel bando del marqués de Esquilache en 1766, que prohibió el uso de los sombreros de ala ancha y ordenaba recortar las tradicionales capas largas para evitar la ocultación de armas, provocando aquel famoso motín de los madrileños que hizo temblar la monarquía de Carlos III; y la reciente decisión gubernamental en Hong Kong, que, inspirándose en una vieja ley colonial, prohíbe usar máscaras o pintura facial durante las protestas callejeras, para que los manifestantes no puedan ocultar su identidad a las fuerzas del orden y a las cámaras de vigilancia. Pero esos más de doscientos años de empeño en reconocer los rostros de los viandantes, cobra un mayor protagonismo al saber que en menos de un año habrá mil millones de cámaras de vigilancia en el mundo. De las 770 millones que ya están instaladas, la ciudad china de Chongqing es la más videovigilada del planeta con 2,5 millones para unos 15 millones de habitantes. Más cercana a nosotros, Londres ya tiene desplegadas más de 600.000. Y eso sin contar en esta gruesa estadística con las cámaras privadas, como las usadas en el retail, en fachadas de hogares o en dispositivos como los cajeros automáticos.
Una notable propensión que sorprende por la ausencia de correlación entre número de cámaras y seguridad/delincuencia, porque estas normalmente ni evitan ni responden, la mayoría sólo relatan, memorizan o distinguen lo que ocurre. Tal vez esté pasando algo más que no percibimos a primera vista. Si reflexionamos sobre esa novedosa exigencia en China de someter a un reconocimiento facial a quienes quieran comprar una tarjeta SIM o realizar un pago, el anuncio de la India de desarrollar el sistema de reconocimiento facial más grande del mundo para identificar automáticamente a las personas mediante cámaras o teléfonos móviles, o que las big tech promuevan que sus usuarios accedan a los dispositivos a través del reconocimiento facial y que a la vez publiquen muchas imágenes de sus actividades personales o sociales, descubriremos que ese interés forma parte de una estrategia para entrenar a las máquinas con sistemas de inteligencia artificial basados en imágenes. De esta manera, la cara de las personas se convierte en un dato biométrico que puede ser usado, copiado, almacenado o reproducido miles de veces, asociándolo a cualquier otro dispositivo o proceso que pueda usarse para fines tan variados como el control social, la seguridad o la venta comercial.
Todos los días nos despertamos con noticias relativas al reconocimiento facial para controlar los accesos, para atravesar el arco de seguridad de un aeropuerto, para sacar dinero de un cajero o viajar en autobús urbano; pero esto, tan aparentemente inocente, muestra su verdadera complejidad cuando se asocia a otros datos personales, como las búsquedas en internet, una ubicación, un correo electrónico, un desplazamiento, una multa, una opinión política, un mensaje en una red social o el estado de salud. El rostro humano se convierte en una “llave” que sirve para identificar a una persona como un evento contextualizado, porque ese re-conocimiento se suma a las otras informaciones personales alojadas en diversas fuentes y bases de datos.
Si traemos esta novedad al ámbito de la seguridad privada, habría que preguntarse si, como ha ocurrido en otros sectores económicos, esta podría actuar como una alfombra roja para que las plataformas tecnológicas sustituyan a los actores tradicionales. Que en este sector se pivote hoy, en gran medida, sobre sistemas de captura de imágenes debería ser al menos motivo de reflexión, porque es evidente que si el futuro apunta a su combinación con el conocimiento total de la vida de las personas, sus comunicaciones, su movilidad, sus relaciones personales, su biografía, resultará muy complicado competir con esas empresas, por ahora ajenas a este mundo profesional, que cuentan con una ventaja insuperable en esa captura masiva y tratamiento de datos, y que además pueden fácilmente difuminar la seguridad en un paquete de funcionalidades que siempre ofrecen en términos de conectividad integral.
Ante este panorama, si la competencia en la seguridad privada no va a darse en el campo de la captura de imagen, sino en la respuesta a esta, las empresas del sector pueden tener una oportunidad si se demuestran capaces de evadirse del paradigma del plano de la imagen, ampliando el actual perímetro conceptual gracias a innovadoras funcionalidades basadas en una nueva “relación” tecnológica con los espacios securizados. Un enfoque nuevo, inspirado en la combinación de imágenes con otras sensorizaciones integradas en procesos de inteligencia artificial, que permitan respuestas en tiempo real mediante actuadores automatizados. Una innovadora interpretación de los espacios mediante herramientas y procesos en sistemas de inteligencia distribuida, que reivindique el concepto de seguridad como un valor en sí mismo, y no como un mero factor integrado en una solución integral de conectividad orientada a otras situaciones o funcionalidades. Dado que es imposible competir con esa captura de información masiva de las plataformas tecnológicas, no basta con mejorar en la interpretación de las imágenes, sino que es necesario dar un salto empresarial basado en esa nueva realidad aumentada que la tecnología ya ofrece hoy, para convertir los eventos en contextos, facilitando acciones preventivas, analíticas y reactivas en tiempo real.
Hoy el conocimiento alcanzado propone convertir todo en un dato procesable para respuestas automatizadas, simultáneas, diversas e inmediatas, y eso requiere una respuesta suficiente del sector de la seguridad. Muchos actores de este mercado confunden novedad con innovación, y eso lastra una oferta de soluciones alineada con las capacidades actuales. Precisamente ahora, que estamos en los tímidos balbuceos de un mundo hiperconectado, es cuando hay que reaccionar, porque esas realidades “smart” (ciudades y hogares conectados, edificios inteligentes, industria 4.0., vehículos autónomos, robots, etc.) se refieren a equipos autosuficientes que gestionan espacios y eventos. La sensorización conectada a la IA crea un nuevo paradigma, porque permite a las máquinas gozar de autonomía de interpretación de la realidad, y eso requiere una nueva aproximación que transite de una seguridad convencional hacia una nueva inteligencia de la seguridad que entienda y aproveche los recursos que la tecnología hoy ofrece. Una que evolucione hacia soluciones más capaces, porque las situaciones reales se han vuelto mucho más complejas que antaño.
Un reto para este sector que debe ir acompañado de un marco normativo que ayude a esta transformación y no suponga una barrera administrativa, de la que se aprovechen corporaciones con la dimensión, recursos y capacidad de disrupción suficientes para representar un problema de debilidad administrativa y de competencia desleal. Una legislación que ampare derechos, que imponga límites y obligaciones, pero que al mismo tiempo tenga la flexibilidad suficiente para no envejecer prematuramente por los saltos tecnológicos y evitar esa penosa senda de la tardía e insuficiente reacción legislativa, cuando los cambios ya son irreversibles o sus daños se muestran difíciles de corregir. Una ley que hable de la seguridad del siglo XXI, aunque otros se empeñen en camuflar esta en otros negocios ajenos a esta necesidad social.
Entre los sombreros y las máscaras hay una fina línea difícil de distinguir, igual que entre las cámaras y esa voraz centralización masiva de datos personales para otras intenciones, lo que apremia a pensar en una nueva seguridad antes de que los clientes se amotinen confundiendo seguridad con conectividad y comunicación, esas mismas que ansían hoy nuestros rostros y fotos en sociedad.
Gonzalo Suárez